viernes, 30 de julio de 2010

Profesor en la linea de fuego




Por Andrés Ortega Muñoz

Reportaje de la "Revista del Sábado" de El Mercurio.


Quiero compartir con ustedes este reportaje aparecido en la Revista del Sábado de El Mercurio, debido a que refleja fielmente lo díficil que resulta hacer clases en una escuela vulnerable y de alto riesgo social cómo es el caso de Lorena y mio que trabajamos en la Población La Pincoya. Cómo nuestra labor docente se ve enfrentada muchas veces a gigantescos obstáculos que no permiten el normal desarrollo escolar de nuestros alumnos, pero a la vez como trabajar en estos sectores nos entrega gigantescas satisfacciones y también nos convierte en el único emisor de normas, reglas, valores y cariño para nuestros alumnos.

El periodista Gazi Jalil estuvo haciendo clases en el Liceo Esteban Kemeny, en Pedro Aguirre Cerda.

El reportaje es largo, pero los animo a leerlo... para que vean cómo es trabajar en los colegios mas vulnerables.... desde las "grietas más profundas" y con los alumnos con más necesidades en todo ámbito de la educación chilena.

Profesor en la línea de fuego.


Un periodista de "Sábado" dio clases en un liceo de las poblaciones más estigmatizadas de Santiago. Por tres días enfrentó a alumnos que no respetan al profesor, o con graves problemas familiares. Una crónica desde las grietas más hondas de la educación en Chile.


Miércoles 11.00 AM

BUENOS DÍAS, PROFESOR


El vapor escapa a borbotones desde un hervidor de agua.

-¿Vas a hacer clases acá? -me pregunta un profesor de cotona blanca, mientras se prepara un café.

-Sí. Al Primero A.

-¿Al Primero A? -dice, revuelve el tazón y se acerca como si fuera a contarme un secreto: "Hay profesores que no han podido terminar su clase en ese curso", susurra.

Una vieja estufa apenas entibia la sala de profesores del Liceo Esteban Kemeny, en Pedro Aguirre Cerda. En el poco espacio libre que queda entre las mesas y los estantes, se cruzan el profesor de matemáticas con el de historia, la orientadora con la psicopedagoga, la que da clases de cocina con el de computación, y en el fondo, ordenando sus carpetas, Camila Bustamante, 23 años, la profe de lenguaje. Camila egresó el año pasado de Licenciatura en Historia y está aquí desde marzo. La envió Enseña Chile, la ONG que se dedica a mejorar la calidad de la educación ubicando a graduados de distintas profesiones, en los liceos y escuelas de mayor riesgo social del país.

Ella fue seleccionada entre 715 postulantes, y le tocó el Esteban Kemeny, que tiene de primero a cuarto medio y que recibe alumnos desde las poblaciones más estigmatizadas de Santiago, como La Victoria, José María Caro, Santa Adriana y Santa Olga. Camila ha sido destinada aquí por dos años. Hace unas semanas, cuando Tomás Recart, director ejecutivo de Enseña Chile, recibía el premio al Emprendedor Social del Año, hablaba de los relatos que ha escuchado de los profesores que ellos capacitan, relatos sobre alumnos con dramas familiares, alumnos cuyos padres los han dejado solos, alumnos con problemas con la justicia, alumnos que no quieren aprender, alumnos que no hacen caso a nadie. Le pedí que me dejara ser profesor por unos días para conocer la experiencia. Días después me respondió por mail: "Partes el miércoles".

11.15 AM

Suena la campana. Los profesores toman sus carpetas, se cuelgan sus bolsos, se acomodan el libro de clases bajo el brazo y parten a sus salas en silencio, como un ejército que va a la guerra. Yo sigo a Camila Bustamante hasta el segundo piso, donde está la sala del Primero A. Ella ya les explicó la clase pasada quién soy y a qué vengo.

-No son tan malos -me dice, mientras subimos las escaleras-. Sólo un grupito no te quiere aquí.

El plan es el siguiente: esta vez me sentaré a observar la clase. Aprenderé de Camila, de la forma en que los controla, la veré trabajar, conoceré sus técnicas, identificaré a los alumnos complicados.
Camila me muestra el libro de clases: son 28 estudiantes en este curso. En la sala sólo hay siete.




Está Kevin: grafitero, trabaja de noche en producciones de eventos, acarrea parlantes y equipos. Los demás profesores lo consideran un niño problemático y agresivo y que cambia de personalidad rápidamente. Hoy, en cambio, se ve tranquilo.
Está Priscilla: tiene una actitud desafiante, contesta mal a los profesores, todo lo encuentra fome, se aburre fácilmente, ya ha estado suspendida y es una de las que no quiere que yo esté aquí.

Está Manuel: juega en las divisiones inferiores de Unión Española. En el club le exigen un promedio 5,5 para seguir allí. Tiene un 4,8. Es participativo, pero inquieto. Le cuesta concentrarse y no tiene tolerancia a la frustración. Sus padres no han ido a ninguna reunión de apoderados. No lo volveré a ver en las siguientes clases.

Está Juan: siempre se sienta adelante, es estudioso y colaborador, ayuda a los profesores a llevar los libros, es formal en el trato y saluda de mano. Pero le cuesta aprender. Dice que ha visto más de 10 veces la película 2012.
A su lado está Orlando: casi nunca habla, a menos que le pregunten. Es uno de los que tiene mejor promedio. Fue inscrito en el liceo un mes tarde. No tiene amigos, salvo Juan. Le gustan los Simpson; una vez, en clases, le escribió una carta a Matt Groenning.

Está Jeniffer: vive en La Victoria. Tiene buenas notas y buen carácter. Es participativa en clases. Juega al fútbol y quiere ser carabinera.
Y está Katherine: Pasa toda la clase maquillándose y mirándose al espejo. Tiene una hoja llena de anotaciones negativas por lo mismo. La mayoría de sus amigos son hombres. Algunas de sus compañeras no la quieren. A veces desaparece de la casa y, en ocasiones, ha llegado llorando al liceo por problemas familiares.



A Camila le cuesta 10 minutos hacer que todos entren a la sala, que se callen, que se saquen las mochilas y que se pongan de pie detrás de sus bancos:

-Buenos días, alumnos -les dice.
-Bueeenos dííías, profesora
-Buenos días -les digo yo.
-Bueeenos dííías, profesor.

11.30 AM

Por la ventana sin vidrio de la puerta se cuela todo el frío invernal de esta mañana. Las paredes amarillentas de la sala están rayadas con corazones, declaraciones de amor y pactos de amistad.

De a poco comienzan a llegar más alumnos, hasta completar 19 en la sala.
Entra Noemí: amiga íntima de Priscilla. Le interesa aprender, pero conversa toda la hora. Entra Alfonso: tiene buenas notas, pero cuando se sienta con Noemí y Priscilla baja su rendimiento.

Entra Karla, entra Camilo, entra María, entra Kimberlin, entra Nicole, entra Carlos.
El último en entrar es Danilo: repitió sexto básico y juega en las divisiones inferiores de Palestino. Le va bien y le gusta la clase de lenguaje. Tuvo apendicitis y viene saliendo de un mes de licencia.

Camila tiene una norma para los que llegan atrasados: los sienta donde ella quiere, así que Danilo tiene que quedarse adelante.

También tiene otras reglas:

-Para hablar, primero hay que levantar la mano.
-Sólo uno por vez tiene permiso para ir al baño.
-No deben usar audífonos, ni piercing ni entrar con la capucha del polerón puesta.
-Los celulares se requisan a la segunda advertencia.
-Se respeta al que está hablando.

Sin embargo, tendrá problemas para hacer respetar algunas de las normas a lo largo de la clase. Danilo tirará papeles y se levantará a conversar con sus compañeros decenas de veces. Catherine se maquillará. Kevin se parará a cada rato. Manuel hablará sin pedir permiso. Dos alumnas se comunicarán entre sí lanzándose de un extremo a otro de la sala una bola de papel con mensajes. Y Priscilla contestará su celular.

-Ay, si era mi mamá. Le dije que me llamara más tarde -responde, cuando Camila le advierte que la echará de la sala.

La clase de hoy es sobre las técnicas de argumentación. Manuel responde las preguntas de la profesora. Kevin participa, pero está más interesado en hojear un trabajo que hizo sobre los grafitis. Jeniffer hace preguntas. Orlando toma apuntes en silencio. Noemí no sabe lo que acaba de decir la profesora. Katherine muestra una comunicación para irse más temprano. Alfonso parece ausente. Karla mastica un kojak. Y Danilo se abraza con Priscilla en medio de la sala.

Sobre la mesa de Camila hay un frasco lleno de dulces.

-Si se portan bien -me explicará luego-, al final de la clase lo lleno un poco más. Si se portan mal, me los como frente a ellos. El premio es que si se llena, repartimos los dulces entre todos.

También utiliza un cronómetro colgado al cuello. Cada vez que es imposible calmarlos, Camila activa el reloj y lo apaga sólo cuando regresa el silencio.

-Ellos saben que no saldrán a recreo hasta recuperar el tiempo que indica el cronómetro. Entonces me ruegan que no lo prenda y se quedan callados.

La última técnica que utiliza son los puntos verdes y rojos. El que participa en clases se gana un punto verde. El que molesta o no trae la tarea, un punto rojo.

Siete puntos verdes es un siete acumulativo. Manuel es el más interesado en los puntos verdes y cada vez que participa, los exige. Casi al final de la clase, Manuel vuelve a levantar la mano:

-Señorita, ¿me puede echar que quiero irme?

Viernes 8.00 AM

LA EXPULSIÓN DEL BAYRON


-Bueenoos díías, profesor.

Así, tan quietos, tan ordenaditos, tan silenciosos, parecen un pan de dios. Camila me había dicho que, por ser yo, se iban a portar mejor. Que iban a querer lucirse y aparecer bien. Pero me toma 15 minutos lograr que los ocho alumnos que han llegado a la hora entren, se callen y me saluden. El frío es insoportable. Sale vapor de sus bocas.

Una alumna solloza en un extremo de la sala. Me acerco a preguntarle qué le pasa. No me quiere contestar. Tampoco puedo insistirle. Si me detengo un segundo más en ella, el resto del curso volverá a ser un caos. Camila ha dejado el frasco de dulces sobre la mesa. Me tranquiliza ese frasco. Pienso en un botón de pánico. Cualquier cosa que pase, ese frasco me salvará.

Este día haremos la clase a medias. La profesora repasará rápidamente los tipos de argumentación y dejará la última media hora para que los alumnos escriban una crítica sobre el partido Chile-Brasil o de alguna película que hayan visto. Ahí entraré yo: los supervisaré, me fijaré en su redacción, en la ortografía, en las sangrías, en las mayúsculas y en el verbo haber y hacer. Camila me ha advertido que no importa cuántas veces uno se lo diga o cuántas veces uno se lo escriba en la pizarra: casi siempre terminan escribiendo "aver" o "aser".

Camila les entrega las notas del último control.

-Los felicito. Sólo hubo seis rojos -les dice.

La mejor nota fue Orlando: 6,4. Orlando está sentado, como siempre, en el primer banco, frente a la mesa del profesor. Escucha en silencio toda la clase, sigue las instrucciones, no conversa con Juan que está al lado, no se da vuelta. Sólo toma apuntes y mira la pizarra. Después me contará que antes estudiaba en una escuela de artes y oficios que no le gustaba. No sabe o no quiere explicar por qué quería irse de allí. Tampoco sabe qué quiere estudiar.

En su banco, Nicole come galletas. Priscilla le pega corazones a su celular. Danilo se queja a viva voz de que se sacó un dos en la prueba. Katherine se maquilla escondida tras su mochila. Kimberlin conversa con María.

-¿Qué hay que hacer Kimberlin? -le pregunta la profe para ver si ha estado atenta a las instrucciones.
-Hay que hacer el esto.
-¿El esto?
-Hacer la cuestión.

Ayer Camila me explicaba que uno de los mayores problemas de estos niños es que les cuesta expresarse. Que no encuentran las palabras, porque no las saben; y si las saben, las utilizan mal.

Camila estudió en el colegio Giordano Bruno y después en una universidad privada, y allí se enteró de la existencia de Enseña Chile. "Me gustó la idea de postular, porque yo quería más acción. Me parecía más atractivo entrar a la sala de clases y hacer un cambio en la educación desde adentro". Cuando fue seleccionada -junto a otros 75 postulantes- pasó un período de instrucción en un internado de San Bernardo, hasta que le dijeron que debía hacer seis horas semanales de clases en el Esteban Kemeny, a primeros y segundos medios, 130 alumnos en total.

-Al principio fue caótico. Tenía muy pocos alumnos y debido al terremoto los niños llegaban tarde. Así que las primeras dos semanas fueron para poner reglas. No sonreía. Llegaba muy seria a hacer las clases. La primera vez que sonreí, un alumno me dijo: profe, profe, se está riendo.

La experiencia más dura que le ha tocado vivir en estos meses, dice, fue cuando recién llevaba 30 días de clases. Uno de sus alumnos, Bayron, tenía a varios miembros de su familia en la cárcel por narcotráfico y él mismo venía saliendo de un proceso judicial por homicidio. Un día, a la salida de clases, amenazó a un compañero con una pistola, y una junta de profesores decidió expulsarlo.

-Fue muy duro. Quedé emocionalmente mal. Estoy segura de que ese día hice unas clases pésimas. Yo no quería que se fuera. Hay más como Bayron en el colegio y él llevaba muy poco tiempo como para notar cambios en su conducta. Pensé: en un par de meses va a estar como el resto de su familia y nosotros no hicimos nada. Fue el primer incidente que me demostró la realidad del liceo.

8.50 AM

Hay 20 alumnos en clase.


Todos ya han escogido qué escribir. Juan quiere hacer una crítica de 2012 y me pregunta cómo partir. Orlando, de Príncipe de Persia. María, de Paranormal. Y Francisca, de la tercera parte de Harry Potter.

-Es la única película que he visto en un cine -me dice.

El resto escribirá sobre el partido de Chile. Me paseo por los bancos mientras trabajan. Reviso los textos. Pese a que está en mayúsculas en la pizarra, algunos escriben "Chile pudo aver ganado". Abundan las faltas de ortografía y los problemas de redacción. A uno le digo que zapatilla es con zeta, pero no sabe dónde poner la zeta. Otros, como Priscilla, no piensan escribir. Le pregunto a ella por qué. Responde que no se le ocurre nada. Le doy algunas ideas. Dice que ya se le ocurrió algo. Al final de la clase, ni siquiera habrá sacado una hoja. Jeniffer avanza lento. Apenas tiene un par de líneas escritas. "Con el frío se me congelan las neuronas, profe", me dice. Cada vez que me doy vuelta y cada vez que me detengo en un alumno, siento que vuelan papeles de un lado a otro de la sala.

Orlando me muestra su texto sobre la película Príncipe de Persia. Está perfecto.

10.00 AM

La clase ha terminado hace 20 minutos. Ruth Guerrero, la directora del Esteban Kemeny, toma desayuno en la cafetería para profesores, que es atendida por alumnos de tercero y cuarto medio vestidos de mozos. En tercero, los estudiantes pueden optar a la especialización de Servicio de alimentación colectiva, y cocinan y atienden en el mismo colegio. La otra alternativa es Atención de párvulos.

El liceo, perteneciente a la Corporación Aprender, existe desde 1971 y recibe alumnos de Pedro Aguirre Cerda y Lo Espejo sin selección previa. En el último Simce obtuvo un promedio de 187 puntos en Matemáticas y 209 en Lenguaje.
-Pésimo -dice Ruth-. Es impresentable. Hemos bajado como ascensor. Cuesta conseguir profesores que quieran hacer clases acá. Un poco por el sector y un poco por el miedo.

En la PSU no están mejor.

-La dan porque es gratis. Aquí los niños no vienen para llegar a la universidad, pese a que la gran mayoría de los apoderados dice que sí. El interés de ellos es salir a trabajar y ganar plata.



La directora cuenta que hay mucha deserción y que el año pasado, entre primero y segundo medio, alcanzó al 40 por ciento. Que los motivos van desde cambio de domicilio hasta depresión. También embarazo. En estos momentos, dice, hay 12 alumnas esperando guagua. Habla de la repitencia, que es mucha, a veces de hasta tres años.
-Pero yo creo que soy importante para cambiar a estos cabros. Habemos varios profesores aquí que estamos convencidos de eso. Las nuevas generaciones de docentes se mueven por el dinero. A mí no me cambian de aquí por nada.
Caminamos por el patio: hay una multicancha, un kiosco y un par de árboles que rompen la aridez del cemento y las murallas azules. Hay lockers con las puertas arrancadas por los propios alumnos y varios afiches con fotos de jugadores de la selección.
Suena la campana para entrar a clases. Quince minutos después, aún hay estudiantes caminando en el patio.

Lunes 7.45 AM

PROFE, PROFE, PROFE


Sala de profesores. Es la mañana más fría de este invierno. La directora entra preocupada:

-El fin de semana se robaron las cañerías y los cálefonts -anuncia.
Los profesores se miran como si fuera algo de todos los días. Converso con Jaime Bahamondes, el profe de matemáticas, y Fabiola Hansen, la de alimentación. Hoy me tocará hacer una clase completa, sin Camila. Sólo yo y los alumnos que lleguen. Quiero saber cómo ellos, profesores titulados, se enfrentan a sus alumnos.

-Yo soy mano dura -me explica Fabiola Hansen, mientras se pone al día con las notas semestrales-. Los tengo seis horas seguidas, así que aguanto lo justo y necesario. Me funciona siendo pesada y con el tiempo vas cediendo, pero ellos ya saben los límites.
-No es que llegue hablando fuerte ni golpeando la mesa -agrega Bahamondes-. Pero ellos saben que es uno el que manda. Llegué hace dos años y nunca les dije que este era el primer colegio en que trabajaba.

Bahamondes me cuenta que desde que está aquí ha visto a seis profesores de matemáticas llegar y renunciar. Es muy alta la rotación, dice.

-Uno se enfrenta con niños delincuentes y con una mayoría de alumnos que viene obligada a clases. Cuando estudié pedagogía pensé en alumnos como los de acá, pero lo más frustrante es que nada de lo que hagas con ellos se nota en los resultados que obtienen en las pruebas. Así y todo, siento que todavía tengo pasta para tratar con ellos. Aunque creo que un día esto me va a pasar la cuenta y me van a faltar las ganas.

-Aquí viene lo que bota la ola -dice Fabiola Hansen-. Sería mejor si pudiéramos seleccionar a los alumnos, pero al final hemos tenido buenos resultados con las especializaciones. La mayoría queda contratada después de hacer la práctica.

Suena la campana.

Es la hora.

Algunos profes me dan la mano antes de salir.

8.00 AM

Llego a la sala del Primero A. Hay cinco alumnos esperándome afuera, menos de los que esperaba. Jeniffer, la que quiere ser carabinera, me dice que no se puede ocupar la sala. Que el viernes, después de que me fui, algunos alumnos se quedaron a pintar las murallas amarillentas y que la dejaron desordenada. Entro. Ahora las murallas son blancas, pero las mesas están apiladas en varios montones. Igual las sillas. El estante está corrido. Nadie ha barrido el piso. Hay papeles, libros viejos, envases de yogur y un pedazo de pan botados.

No sé qué se hace en estos casos. Eso es lo que pienso: ¿Qué hago?

-Suspendamos la clase, profe -propone Jeniffer.
-Además, no se puede hacer clases con tan pocos alumnos -agrega Kevin, el grafitero.
Todo está saliendo mal. Comienzo a ordenar la sala para ganar tiempo, hasta que al fin llega otro profesor. Dice que podemos ocupar la sala de música.

Respiro.

8.15 AM

La sala de música está al otro extremo del patio. Es oscura, baja, no tiene ventanas y en una esquina hay computadores arrumbados. Camila, la profesora, me había recomendado hablarle a los alumnos de mi trabajo, de cómo es un diario y cómo se buscan las noticias. Eso haré. Preparé un power point con portadas y noticias, la mayoría relacionadas con el fútbol. El fútbol es sólo para mantenerlos interesados.

-Bueeenos dííías, profesor.

Ahora me costó sólo 10 minutos callarlos. Noto la ausencia del frasco de dulces, pero me tranquiliza que hayan llegado más alumnos. Hay 15. Al final de la clase serán 20.
Proyecto las imágenes. Les pido que reconozcan quiénes salen en la portada.

-Mark González. Mmm. ¡Huachito! -salta Priscilla.

Priscilla, la que no quería que yo estuviera aquí, no sólo es la primera en participar en mi clase, sino que será la que más opinará. Responderá casi todas mis preguntas. Me informará que la línea H del Transantiago está en paro. Me orientará respecto de los nombres de otros alumnos que no había visto antes. A Priscilla, que vive en la José María Caro, le gusta que la encuentren parecida a la bailarina Nidyan Fábregat y sueña con ser modelo, como la Pamela Díaz.

Danilo, el futbolista de Palestino, me pregunta si he entrevistado a algún famoso

-A Miguel Bosé -miento.

Nadie reacciona.

-Ya, pero a un futbolista famoso -replica.

-A Caszely

Nadie reacciona.

Todos esos nombres les parecen de la prehistoria. Ellos nacieron a mediados de los 90, crecieron con el reaggetón y lo más antiguo que saben de fútbol es Salas y Zamorano.

Les proyecto una imagen de John Lennon.

-¿Saben quién es? -les pregunto

Nadie reacciona.

-John Lennon -me respondo.

-Yo conozco a Aaron Lennon, el de la Selección de Inglaterra -interviene Danilo. Danilo es el que tiene más personalidad dentro del curso, quiere ser futbolista y al final de la clase, cuando les pida que escriban una noticia que les haya pasado, él relatará que se demoró meses en preguntarle el nombre a la que hoy es su polola. Me pedirá que no le muestre a nadie lo que escribió.

Durante los primeros 20 minutos, hubo cierta paz para exponer lo que había preparado. El resto del tiempo fue cada vez más difícil mantenerlos en calma, hasta que al final nadie parecía escucharme. Eché de menos un cronómetro como el de Camila. Hice callar cien veces a Priscilla, a Danilo y a Alejandra, la amiga de Priscilla que quiere ser parvularia. Katherine, la que se maquilla, se maquillaba. Después me dirá que sueña con ser modelo para viajar por Europa.

Juan, el que ha visto 10 veces 2012, es de los pocos que permanecen atentos a lo que digo. Cuando proyecto una imagen del Zafrada, es el primero en reconocerlo. A la salida de clases me dirá que le gustaría ser popular como ese niño, pero por cosas que haga en el colegio. ¿Cómo cuáles?, le pregunto. "No sé", me responde. Quiere ser arquero de fútbol.

María y Kimberlin están sentadas juntas, como siempre. María vive en la José María Caro y quiere entrar a la PDI, pero sabe que no podrá.

-Tengo unos primos que manchan mis papeles -me dirá hacia el final de la clase-. Están presos por asalto a mano armada.

Su amiga Kimberlin vive en la Santa Adriana y quiere hacer el servicio militar. Ambas hojean en clases un cuaderno con letras de canciones románticas escritas a mano, con letra bonita y corazones alrededor.

Varias veces tengo que quedarme callado para que regrese el silencio. La técnica no resulta: conversan más. Se hacen chistes entre ellos. Kevin, el grafitero, se tapa con su capucha blanca y se ríe. Luego me regalará un dibujo hecho por él en que salen las letras DEL en grande. Le pregunto qué significa. No logra acordarse. Otro profesor me dirá después que es un diminutivo de delincuente. Cuando les pido escribir una noticia, la que quieran, se entusiasman. Me preguntan cien veces si puede ser algo personal. Cien veces les digo que sí. Priscilla escribe sobre el paro de micros. Bárbara sobre su carrete del sábado. Katherine sobre la fiesta que hizo el fin de semana para celebrar sus 16, la que se arruinó cuando unos tipos de la población Santa Olga apedrearon su casa y cortaron los cables de la luz porque no los dejó entrar. Constanza sobre un nazi que entró al liceo a amenazar a la gente. José Joaquín sobre unos carabineros en moto que chocaron entre sí. Y Carlos, un alumno que se mostró indolente toda la clase, hizo un relato detallado de lo que hice y dije.



El timbre suena. Los alumnos salen a recreo. Casi todos se despiden de mí con un chao, profe. Juan, el más formal, me da la mano.

-Profe profe profe -me llama Jeniffer desde su banco, mientras pone sus útiles dentro de la mochila. Está muerta de frío. No se ha sacado el gorro de la parka en toda la hora. Me acerco.

-Profe, ¿le gustó mi noticia?

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